El pozo
A poco de cumplir mis seis años bajo el signo de Acuario, mi padre compró una antigua casa con gran fondo en La Figurita.
Era un hombre industrioso, que ya había construido dos o tres viviendas; de madera, pero completas; con cuartos de baño y cocinas adentro, techos de zinc, pisos y cielorrasos de tablas machihembradas, buenas ventanas, y galerías de descanso a la entrada. Esos “ranchos” - como él y sus amigos les llamaban - fueron sus alegres guaridas juveniles de fines de semana, donde la música, las comidas, el vino y los cuentos, reunían a los mozos de los años veinte y treinta, en singulares y bulliciosas tertulias, y porque no; entre semana, servían a fugaces y discretos encuentros amorosos.
Por supuesto, que con ese antecedente, puede uno rápidamente imaginarse que mi padre se convirtió en el arquitecto proyectista y director de las obras de remodelación y ampliación de la buena pero antigua residencia recién adquirida.
Así fue, e invirtió en la obra, casi tanto como los once mil pesos que aquella casa le habían costado en el año 43.
Originalmente contaba con el zaguán, tres grandes dormitorios, un comedor, el cuarto de baño, la despensa y la cocina, que estaban distribuidos alrededor de dos patios cubiertos por claraboyas, el primero oficiando de sala de recibo, contigua al comedor y el otro, de espacio comunicante entre las áreas de trabajo y de estar.
Las obras comprendieron, además de la refacción de lo existente, la construcción de una amplia habitación multiuso, con grandes ventanales hacia el jardín, donde tomábamos nuestras cuatro comidas diarias y hacíamos los deberes escolares, bajo la atenta supervisión de nuestra madre, quien entre indicaciones matemáticas, ortográficas o gramaticales y tironcitos de pelo, cosía o planchaba las camisas de papá. Y los cuartos para las empleadas, en el nuevo entrepiso, al que se accedía por una escalera revestida de madera, que se instaló entre la cocina y el cuarto de baño. Por último, afuera, transponiendo la puerta y ventanal de hierro y vidrios esmerilados traslúcidos y de colores, bajando un escalón hacia el jardín, se hizo el cuarto de baño del fondo y un lavadero adyacentes a otro patio embaldosado cual enorme damero y techado con tejas francesas, que flanqueaba la habitación nueva y continuaba hasta el final del terreno, por un vial de parras que se encaramaron en la bella pérgola, formada por enhiestos postes de hormigón de sección triangular y gruesas ménsulas de maderas duras del Paraguay, unidas entre sí por largos listones de pino brasil.
Aquella casa del Camino de la Figurita tuvo para mí, desde entonces, una extraña seducción, que combinaba mis hazañas imaginativas con las de la infancia de mi abuelo materno, a quien sabía que - huérfano de madre desde pequeño y libérrimo y travieso muchacho -paseó por allí su niñez y adolescencia, bañándose en las turbias aguas del arroyo que atravesaba las quintas del paraje.
Muchas experiencias de aquellos años han quedado grabadas en forma indeleble en mi memoria, imágenes prístinas cargadas de secretas y ricas emociones, primeros pasos en mi propio mundo interior, ese que se comparte solo con muy pocos, o con nadie, tránsito progresivo hacia la autonomía y el maravilloso enigma de la intimidad.
Al lado de la casa había un taller de herrería, donde aún se reparaban carros, charretes y toda clase de coches tirados por caballos y sus ruedas; especies entonces, ya en extinción. Los herreros, a quienes así llamábamos no se porqué, ya que a la vez eran carpinteros y ejercían cuanto oficio conexo pueda uno imaginarse, eran tres hermanos maragatos solterones, que vivían en una extraña bohemia, cubiertos de polvo, limaduras de hierro y aserrín. Cierro los ojos y los veo, con sus harapientos trajes de brin, dos pequeños y uno alto, que llegó después - alto, flaco y blanco - pero que a poco, quedó moreno como los otros, a causa de la pátina que los cubría. Vivían precariamente en una habitación alta, que estaba al frente del galpón. Tenían un olor penetrante inconfundible, producto de una rara mezcla de esencias en las que predominaba su propio almizcle, el humo de la fragua y el aroma de las maderas aserradas. A pesar de que pronto comprendí que eso era mugre, nunca sentí rechazo por aquellos buenos duendes, que tolerantes nos permitían observar su trabajo, nos vigilaban para que no corriéramos peligro y nos obsequiaban trozos de madera transformados en escopetas, o listoncillos con los cuales fabricaríamos nuestras primeras espadas. Fueron los alquimistas que yo conocí; que calentaban el acero en su fragua, lo ponían rojo y casi blanco también, lo golpeaban y hundían en el agua, para darle forma y temple, convirtiéndolo en piezas a medida, de algún mítico carruaje. Finalizada la guerra, su trabajo mermó; pero continuaron aún convertidos en modestos carroceros, durante algunos años, para marcharse después, definitivamente a su San José natal. Nadie dudó, que sus ahorros forzados -vaya qué clase de vida llevaban! y el producto de la venta de la propiedad, les hayan permitido pasar sus últimos años más dignamente. Antes de partir, el flaco, que fue el primero en marcharse, ya había recuperado, baños mediante, su color original y conquistado a una mujer que lo acompañó.
Cuando mi padre compró la casa, el fondo estaba abandonado y en su mayor parte era un baldío donde los herreros durante años tiraron, a través de la inútil cerca, los desechos de su trabajo y sus residuos domiciliarios. De la primera vez que estuvimos allí, recuerdo la mezcla de objetos y basura, que integraban los restos de un puchero: papas, verduras, carne y fideos; recortes de caños soldados, un verde sifón de soda roto, un servicio perforado, trapos, escombros y muchas cosas más, todo invadido por una legión de hormigas y gusanos, que allí se alimentaban y reproducían, con la única limitación que los gorriones y algún otro predador, les imponían.
Poco tiempo duró tal situación. Un camión se llevó toda la basura y más de uno llegó con buena tierra negra para el jardín, después que se levantara el magnífico muro de ladrillos de prensa de tres metros y medio de altura, que nos separó de la propiedad de los herreros. Todavía recuerdo el único reducto limpio de aquel terreno, que para mis ojos de seis años era enorme. Era la parte que lindaba con el predio con frente a la
calle de atrás, umbría y húmeda, donde por primera vez jugué con mis hermanos a las escondidas, aprovechando la pared de tacuaras que la encerraba en una misteriosa y lejana soledad. Ah! ir solo al caer la tarde, ponía a prueba mi valor!... También ese lugar quedó limitado por la alta, hermosa y protectora pared y un día el cañaveral desapareció, porque no entraba en los planes estéticos ni prácticos de nuestro padre.
Los sábados eran días especiales para la visita a la obra. Por alguna razón, tal vez de edad o comportamiento, Papá me llevaba con él. No bien llegábamos, yo volaba hacia el fondo, mientras él mantenía largas conversaciones con Juan, el maestro de obras a quien había confiado la ejecución de su anhelado proyecto. Por aquel cálido y soleado día de mayo, ya existía el parral con sus enormes canteros a ambos lados, pero - ¡oh sorpresa!, hoy había varios jóvenes árboles plantados para hacer compañía al antiguo naranjo, que quedó al borde del patio nuevo y que mientras viviera, nos sirvió de palo de arco de fútbol.
Únicamente un limonero aguardaba en su cuna de terrón y paja para ser plantado. El pozo estaba pronto para recibirlo, pero por alguna razón el jardinero lo había dejado allí, solo, esperando su ulterior destino. Me aproximé al hoyo y comprobé su profundidad. Tenía como un metro de hondo, y había sido hecho con una sección cuadrada, con el evidente propósito de contener una cantidad exacta e importante de tierra enriquecida, suelta y aireada, que recibiera al nuevo huésped. Miré alrededor y comprendí lo que ocurría: la tierra negra restante era muy poca para aquel pozo.
Dentro de él, una pequeña escalera improvisada, invitaba a descender. Me arrodillé y miré hacia abajo. El piso estaba plano, sin tierra suelta, pues el jardinero había concluido, cavando lo necesario y retirando lo que habría de sustituir: un suelo gredoso, lleno de cascotes, que originariamente rellenó una parte baja del terreno. Sentí miedo de caer, quedar atrapado dentro del hoyo y que mi padre no me viera; y me contuve.
La humedad del suelo penetró en mis narinas y con el olor de la tierra la tentación creció. Me aproximé al borde y deslizándome sobre el vientre, dejé bajar mis piernas hasta el peldaño superior de la escalerilla, que encontré con facilidad y tomándome del borde descendí los restantes escalones, para al fin, apoyar mis pies sobre el fondo. Mi emoción fue intensa. Estaba rodeado de cuatro paredes pardo oscuras, más altas que yo y no veía nada más que la pequeña escalera que no alcanzaba siquiera al borde del pozo y entonces, comprendí la audacia de mi solitaria aventura.
Me senté en el fondo y percibí mi pequeñez en relación a la excavación gigantesca que me contenía. Entonces mi mirada recorrió las paredes y notó los cortes planos y agudos de la pala que penetró bruscamente el material, formando esa pared tan rígida y vertical. Imaginé la fuerza del hombre que hizo el pozo y pensé en las manos fuertes de mi padre, que seguramente podrían alzarme desde el fondo, de un sólo tirón. Miré hacia arriba y vi el cielo azul y algunas nubes, un bello espectáculo en la pantalla que era el perímetro de mi actual alojamiento. Un ave pasó velozmente, lo que aumentó mi asombro. El silencio me invadió de paz y serenidad. Ya no sentí miedo.
Pasé así algunos minutos y luego me incorporé. Observé las paredes y noté el distinto grado de humedad, según la hondura. Más allá, a una cuarta de la superficie, vi una grieta de la que emergió de pronto una lombriz, a la que imaginé tan sorprendida como yo. Lentamente, extendí mi índice hacia ella hasta alcanzarla y comprobé que se retraía y desaparecía por el mismo túnel por el que había llegado. Yo sabía que su cuerpo era húmedo y resbaloso, pero nunca sospeché que pudiera desplazarse así -tan rápidamente - a través de la dura tierra que la rodeaba.
Volví a sentarme. El calor de la tarde de otoño llegaba al pozo, pero de la tierra emanaba un fresco olor peculiar, que me invitó a permanecer allí. Cerré los ojos y pensé: - ¡lo que se están perdiendo mis hermanos, que quedaron en casa con Mamá!. El silencio era interrumpido de tanto en tanto por el canto de los pájaros, que abundaban en el barrio, o por algún que otro golpe o lejana voz de los obreros que trabajaban en la casa. Nada impidió que en pocos minutos me durmiera, invadido por singulares ensueños...
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El tres había sido mi cumpleaños y aquella niña de ojos grandes y verdes que yo tanto admiraba, me invitó al suyo. Fue siete días después. También ella cumplía seis. Era sábado y marchamos con Mamá a su casa, a las cuatro de la tarde. La sala y el comedor estaban adornados con guirnaldas de papel de colores y farolitos chinos. Un gran cartel de ¡Feliz Cumpleaños! seguido de su nombre, abarcaba todo el ancho de la pared. Aquello y su vestido blanco con flores bordadas me fascinaron. Como habíamos ido temprano, fuimos los primeros invitados en llegar. Mi hermanito era chico y se quedó en la sala con Mamá, que ayudaba a su amiga a ultimar detalles de la mesa. Ella me dio un beso, me tomó de la mano y me llevó a su cuarto.
El cuarto era tan bello como la niña. La cama estaba cubierta por una colcha de color rosa, que tenía una cinta brillante que la rodeaba, formando moños en las esquinas. Sobre la cabecera se apoyaba un almohadón forrado con tela fina, bordada con una enorme figura de Bambi. Sobre la pared junto a la ventana, había una cómoda laqueada, con varios cajones. Más allá, cerca de la puerta un gran arcón donde estaban sus juguetes. Pero las muñecas no estaban allí, sino elegantemente sentadas sobre un largo estante fijado a la pared, sobre el arcón. Había una que era negrita. Le pregunté por ella y me dijo que era la que más quería, porque era distinta a todas y más buena.
Intenté convencerla de jugar a alguno de mis juegos preferidos, pero no hallé ni una pelota, ni soldados o indios de plomo, ni algo para construir un fuerte; así, que por fin, acepté jugar a los padres. Acepté porque estábamos solos y no me avergonzaría ante otros varones. Ella, dirigía el juego y pronto sentí que su hechicero encanto me producía una extraña sensación de placer, que culminó cuando hizo el ademán de amamantar a su muñequita negra y tuve por primera vez conciencia de la diferencia de nuestros sexos.
En un impulso, la besé en la cara que tenía reclinada sobre la muñeca y ella giró el rostro hacia mí, y como si lo hubiera esperado, me sonrió serenamente. Entonces, al notar la sublime sensación de mi infantil erección, me sentí feliz, pero me ruboricé. Ella lo percibió y me dijo: - me gusta que me beses; no tengas miedo, no se lo cuento a nadie, es un secreto nuestro, ahora somos novios. Llegó su madre con otros niños y empezamos a jugar a la mancha.
Unos minutos después, su madre la llamó y ella con un gesto me hizo seguirla. Salimos de la casa y recorrimos no más de treinta metros hasta el almacén de la esquina. Era uno de aquellos enormes baratillos instalados en antiguos edificios de techos altos, abarrotados de mercaderías bien ordenadas en sus estanterías de roble, a las que se accedía en sus partes altas, merced a una larga y delgada escalera colgante, cuyo agudo vértice unido a una rueda, se deslizaba por un riel de acero bien asegurado al techo, a lo largo de todo el local.
Las barricas de yerba en un rincón; las legumbres, fideos y harinas en cajones con ventanas frontales de vidrio, por las cuales se exhibía el contenido; las latas de lenguas vacunas y de cordero, el corned beef, las salchichas de Viena y los extractos de carne del Swift, Nacional o Armour, amontonados por un lado y las grandes latas amarillas de cinco quilos de dulce de membrillo, por otro; la sorprendente pila de latas de aceite; los jamones crudos, chorizos frescos, longanizas y otros embutidos secos, pendiendo de la larga ganchera; la báscula y las balanzas con sus platillos y juegos de pesas de bronce; todo, llamó fuertemente mi atención y mientras ella cumplía las órdenes de su madre, entregando el pedido al dependiente, yo me deslicé hacia las artes de pesca - cañas de múltiples tamaños, enteras y desarmables, muestrarios de boyas , anzuelos, plomadas, extrañas cucharas y robadores - y, a fin de apreciarlas de cerca, traspuse el mostrador, por debajo de la tabla que cerraba su abertura de pasaje y marché hacia mi objetivo, sin ver que la tapa del sótano había sido retirada.
Caí al vacío. Casi instantáneamente, quedé tendido sobre un piso de ladrillos, tres metros por debajo de la planta del almacén...
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29 de setiembre de 1999.
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