miércoles, 11 de mayo de 2011

El Honor del Reyezuelo


El honor del reyezuelo

Cavila circunspecto el paladín; su adusto rostro barbado, una vez más  abandona la brevedad del momento feliz, para tomar, como siempre, la solitaria decisión.

Su ahora  sumiso aliado, poderoso rey de aquel paraíso terrenal - que por fin él ha encontrado   y conquistado  para el  más  grande monarca de la tierra - le aconseja  enfundar la temible espada y olvidar la ofensa que les ha infringido aquel pequeño y salvaje reyezuelo,  enemigo que conoce de tantas y feroces lidias. ¡ Para qué arriesgar un sólo hombre de la  fabulosa escuadra, ni ejercer su enorme poder guerrero sobre tan vil  e insignificante enemigo, cuando su fama ya corre de isla en isla y la noticia de su bravura  e invencibles armas de hierro y fuego, le harán someterse prontamente!

Sus  capitanes también insisten en deponer  la acción. Le recuerdan las duras luchas pasadas, los sufrimientos y el hambre, la enfermedad y  la Muerte... que tantos compañeros se ha llevado.

El dulce sabor del triunfo, el merecido sosiego que como  premio, Dios le ha otorgado. A él, el más grande de los argonautas, que un jueves santo había cumplido la más increíble gesta en la historia de la humanidad. A él, que había llevado, cual nuevo cruzado,  el símbolo de Cristo Redentor a aquellas remotas regiones,  y  había impartido  a  tantos infieles el agua bautismal y la fe verdadera.

¿Por qué la represalia, si él como justo sabía, que sus soldados, ebrios y locos por la larga abstinencia, habían ultrajado, en clandestina incursión,  a aquellas pobres nativas, matado a sus hombres e incendiado sus chozas?

Tu grandeza  y conciencia del deber se verán quebrantadas, tu imagen virtuosa y templanza, empañadas. ¡Detente, Almirante!, que un lugar aguarda en el cielo para llevar tu nombre y también otro  en las tierras   del confín del mundo. La gloria del universo civilizado que mereces, el reconocimiento de tu rey,  la recompensa en oro, y  la cálida acogida a  tu regreso al hogar, te esperan.

¿Cómo permitir, que el reyezuelo pretenda la retirada de una poderosa flota, que tanto temor les produjera al oír el tronar de sus cañones? ¿Cómo aceptar que niegue el suministro de alimentos y no acepte ya el trueque  de hierro y cobre (tan valioso para ellos), por el oro que abunda y desestiman? ¿Cómo admitir la insubordinación, que cundirá entre los fieles súbditos, recién incorporados, no bien los conquistadores se retiren!

¡Su aliado debe además comprender, que el  poder  que  le otorga provisionalmente  en nombre de su rey, le obliga  exigir  el respeto a esa autoridad!

Cavila circunspecto el paladín, y delega a su fiel sirviente para que proponga al reyezuelo un honroso acuerdo. Éste reconocerá  la soberanía  de su aliado  y  a cambio, recibirá la protección y respeto de los conquistadores.

Contesta el reyezuelo que no admite el trato. Que no le teme al trueno de sus armas, ni  a  armaduras invulnerables. Que también ellos poseen lanzas, que aunque son de caña con puntas de hueso,  han sido  templadas por el dios del fuego y   que su valentía los protegerá y  no cejarán hasta desalojarlos.

Enfurece el Gran Capitán, olvida toda cautela  y decide encabezar él mismo el combate.  Una gran lección espera al miserable salvaje. Reúne a un grupo de sus hombres,  pide la participación de algunos nativos aliados, y con varios botes, se dirige al islote que habita el insurgente y su pueblo. Lleva consigo artilleros, aguerridos soldados  protegidos por sus cotas, armaduras y  yelmos de acero;  mosquetes, lanzas, ballestas y arcabuces. ¡Gran escarmiento les espera!

Ya se acercan a la costa. Los indígenas aguardan, gritando enfurecidos, armados de azagayas, piedras y saetas  envenenadas. Los conquistadores  disparan sus arcabuces, ballestas y mosquetes, que aún no alcanzan la ribera y, ¡oh Dios!, el arrecife de coral detiene  sus embarcaciones. El almirante  ha ordenado ya a sus hombres dividirse en dos grupos; uno de los cuales  se dirigirá rápidamente tierra adentro, para quemar algunas viviendas e imponerles el miedo de la invasión. Él mismo,  al frente del otro, atacará a los guerreros, cuerpo a cuerpo, en cuanto puedan con sus pesadas vestiduras, alcanzar las arenas.

Con gran dificultad, dejando los botes detrás, avanzan con el agua hasta el pecho, bajo enorme pedrea de los salvajes que tientan a herirles en la cara y las partes del cuerpo no protegidas por sus cotas.

Al llegar a la costa,  logran incendiar  algunas chozas, pero los isleños se enfurecen aún más, y observando la presencia del Capitán, concentran sus esfuerzos en destruirle.

Le aciertan  con una saeta envenenada en un pie, y al notar que sus hombres se desbandan, él ordena la retirada. Rodeado por un puñado de soldados, cojeando,  queda en severa desventaja. Ahora es herido en un brazo y su casco cae ante la lluvia de proyectiles. Su titánica fuerza le permite atravesar a su oponente singular, pero al fin es rodeado y acribillado por un grupo de enemigos.

¡Cruel destino el del gran Almirante! Su orgullo había sido superado por el de un reyezuelo  a quien había desestimado. Aquel hombre, precavido, luchador, planificador y exigente consigo mismo y los demás, había perdido su visión de conjunto y en un acto temerario, perdía la vida y el liderazgo de la más extraordinaria expedición exploratoria y de conquista, que él mismo había concebido, para  toda la humanidad.

Se sabe, que sus compañeros intentaron  después, recuperar su cadáver, pagando un indigno rescate por él.

Pero el trofeo conseguido era mucho más importante para Silapulapu.¡ Ningún objeto valía más que el cuerpo de su enemigo, poderoso señor de rayos y truenos, dominador del  secreto insondable de los océanos!

19 de junio de 1998.




lunes, 2 de mayo de 2011

Silencio

Silencio

Habrían pasado algunos minutos de las nueve, aquella serena mañana de otoño, cuando la humedad trajo a nuestras narinas el penetrante olor de la tierra negra y el dulce aroma de la bella rosa de té, invitándonos a entrar al luminoso jardín por un sendero lateral, tapizado por suave manto esmeralda, cuajado de perezosas estrellas que el cielo dejó caer esa noche.

No sé  si fue Benito o yo quien tomó la iniciativa; recuerdo que entramos en silencio, consintiendo en la aventura sólo con una mirada furtiva. Desde afuera, el alto cerco no permitía ver la magnífica residencia, que después apareció majestuosa haciéndonos temer por aquella intromisión. Sin embargo, ningún temor sería tan grande como la compulsión que nos llevó a penetrar, al ahora sí, a nuestra vista, enorme parque solitario que rodeaba la mansión. Nada era cercano allí, tan vasta extensión impedía vislumbrar su límite.

Los rosales, los macizos de margaritas, alegrías, flores de azúcar, crisantemos y tantas otras, eran perfectos; ni una florecilla seca maculaba aquella belleza aunque ningún jardinero vimos, a hora ya propicia para ocuparse de su cuidado. Las pequeñas ratoneras  buscaban entre las plantas su alimento, los picaflores, algunos  bronceados o  de garganta blanca y otra multitud de verdes iridiscentes revoloteaban raudos cosechando el dulce néctar y hasta algún carpintero campestre hurgaba en las verdes planicies cubiertas de fino césped. Los añosos árboles exóticos, altos y espaciados en el enorme terreno, filtraban haces de rayos solares que se  proyectaban cálidos en el entorno; armonizando con los talas blancos aún vestidos de celeste y exhibiendo orondos sus anaranjadas y maduras bayas, los arazás y las pitangas de dulces y granados frutos purpúreos.

Nuestro paso sobre aquel camino sombreado era elástico y ligero, aunque acorde a la contemplación de la villa que cada minuto nos atraía más con su extraño hechizo. El edificio seguramente construido en los años veinte, lucía impecable, su piel de blanco revoque estaba intacta, sus balcones y terrazas, orlados por barandas de fina herrería colmada de arabescos, mostraban más atrás los ricos brocatos y gasas de sus cortinados; y cristales biselados y vitrales italianos brillaban al sol con gran  pureza anticipando al visitante el chorro de luz y colores que inundaba sus ambientes.

Tal esplendor no tenía relación con la antigüedad de la construcción, aunque la artesanía de sus frentes, molduras y alto relieves de excelsa factura, denunciaran el esmero y arte de su creador. Sin duda, el tiempo no había hecho mella sobre esta curiosa joya arquitectónica, que inspiraba la lozanía de una juventud vivida en épocas doradas y perduraba reflejada en su aspecto exterior.

Benito me señaló en silencio la bella fuente de mármol cuyas aguas surgían del pico de tres grandes cisnes que con su cuello erguido formaban el conjunto escultórico central en bronce fundido. En su gran espejo flotaban los nenúfares y entre ellos, vistosos peces de diversas formas y colores ensayaban una inquieta danza. Nos detuvimos conmovidos ante tanta belleza y paz.

Puse una mano en el hombro de mi hermano y lo conduje hacia el poniente donde divisé una galería coronada por  una bella cúpula de metal verde. Caminamos largamente dejando la mansión a nuestra izquierda y, absortos en el logro del nuevo objetivo, olvidamos por completo que aquella exploración invadía la vida privada de los ocupantes de la finca.

La galería era de planta octogonal; altas vidrieras la rodeaban y estaba soportada por columnas con sobrios capiteles dóricos donde se apoyaba la magnífica cúpula de cobre que recordaba una corona ducal. La pulcritud de los cristales era singular y llevaban grabados en el centro un monograma familiar donde reconocí las letras ce y efe. Deambulamos en su entorno observando el fino mobiliario en caoba que incluía un piano de media cola y un caballete de pintor, donde un lienzo cubierto esperaba al artista que culminara la obra. Sobre la mesa pequeña junto al sillón mecedor, un libro con su marca y  el florero que lucía un ramo recién recogido.

La atracción del pabellón nos mantuvo sin habla; su transparencia centró nuestro interés en sus delicados detalles, restando toda atención al lugar de acceso. En realidad, no recuerdo si habíamos visto allí una entrada.

Entonces, sin reparar en ello, retornamos y comenzamos a bordear el palacio por el flanco opuesto al que apreciamos a nuestro ingreso al predio. Esta, era a esa hora, la cara oscura del edificio, que a su vez proyectó su sombra sobre nuestro cuerpo, lo que en un instante, heló mi sangre. Ese escalofrío me consternó y aprecié en el rostro de Benito igual desazón. Callé y apreté el paso seguido por él. Percibí que el cielo se había nublado y mi frente se llenó de finas gotas que verificaban la razón de mi malestar. Era necesario salir de ese lugar y acelerando, finalmente transpusimos el ángulo en que finalizaba aquella espantosa y gélida pared. No retengo ningún recuerdo de ese lado de la casa. No podría afirmar siquiera si existen vanos en aquel muro.

Mas allá, mi alma y yo se reunieron nuevamente sonriéndose; y volvimos a sentir el sol, que reapareciendo entre las nubes, calentó nuestro cuerpo y lo reanimó. La respiración y los latidos del corazón se aquietaron y nuestros ojos fueron atraídos por la gran piscina de contorno irregular, que estaba seguramente esperando recibir a muchos bañistas, rodeada de todos los elementos necesarios para ello; mesas, sillas, sombrillas, toallas, reposeras y hamacas de jardín, estaban allí dispuestos en profusión.

Benito y yo nos acercamos a la hamaca más cercana, porque habíamos caminado ya más de dos horas y nuestra reciente excitación exigía que tomáramos aliento.

En aquel lugar descansamos por lo menos quince minutos recibiendo el solaz del reposo; el tibio aire de la mañana avanzada nos envolvió y  seguramente dormitamos, pues recuerdo la cabeza de mi hermano recostada sobre mi hombro y que mis ojos se cerraron, olvidando que estábamos solos en un hogar desconocido; a lo que seguramente contribuyó el absoluto silencio, la ausencia de la más leve brisa y el hecho de no aparecer persona alguna que justificara el orden y cuidado de aquel idílico lugar.

En mi ensueño recuerdo haber percibido la figura de una joven y bella mujer que nos observaba desde uno de los grandes ventanales que había en la parte trasera de la casa. Por un instante sonrió y continuó con sus ocupaciones. La fugaz aparición no me permitió reconocer claramente el rostro, que solo distinguí de perfil, pero el gesto me aportó gran sosiego y el recuerdo de mi amor juvenil, hace tantos años perdido.

Luego Benito me tomó de la mano y ayudándome a incorporar, me dirigió hacia el camino por donde habíamos llegado. Caminamos pausadamente, disfrutando del paisaje, arrobados por la belleza y la paz que nos invadía sin reparos, comunicándonos por medio de los sentidos y en pleno silencio; procurando llegar a lo profundo de aquella extraña experiencia que nos llevó allí, sin motivo ni premeditación; al hecho de sentirse bienvenidos sin haber conocido al anfitrión, a gozar de aquel banquete de la vida que parecía la reseña de toda nuestra existencia.

Me recliné sobre el talud que descendía desde el nivel superior del parque hacia el sendero y recordé que ninguna puerta había aparecido ante nuestra vista hasta ese momento. Elevé mis ojos al cielo y percibí el penetrante olor de la tierra negra y el dulce aroma de la rosa de té.

Mi padre estaba sentado a la cabecera; Mamá se levantó de su lado y me recibió con un beso en la frente...

3 de julio de 2002.