El honor del reyezuelo
Cavila circunspecto el paladín; su adusto rostro barbado, una vez más abandona la brevedad del momento feliz, para tomar, como siempre, la solitaria decisión.
Su ahora sumiso aliado, poderoso rey de aquel paraíso terrenal - que por fin él ha encontrado y conquistado para el más grande monarca de la tierra - le aconseja enfundar la temible espada y olvidar la ofensa que les ha infringido aquel pequeño y salvaje reyezuelo, enemigo que conoce de tantas y feroces lidias. ¡ Para qué arriesgar un sólo hombre de la fabulosa escuadra, ni ejercer su enorme poder guerrero sobre tan vil e insignificante enemigo, cuando su fama ya corre de isla en isla y la noticia de su bravura e invencibles armas de hierro y fuego, le harán someterse prontamente!
Sus capitanes también insisten en deponer la acción. Le recuerdan las duras luchas pasadas, los sufrimientos y el hambre, la enfermedad y la Muerte... que tantos compañeros se ha llevado.
El dulce sabor del triunfo, el merecido sosiego que como premio, Dios le ha otorgado. A él, el más grande de los argonautas, que un jueves santo había cumplido la más increíble gesta en la historia de la humanidad. A él, que había llevado, cual nuevo cruzado, el símbolo de Cristo Redentor a aquellas remotas regiones, y había impartido a tantos infieles el agua bautismal y la fe verdadera.
¿Por qué la represalia, si él como justo sabía, que sus soldados, ebrios y locos por la larga abstinencia, habían ultrajado, en clandestina incursión, a aquellas pobres nativas, matado a sus hombres e incendiado sus chozas?
Tu grandeza y conciencia del deber se verán quebrantadas, tu imagen virtuosa y templanza, empañadas. ¡Detente, Almirante!, que un lugar aguarda en el cielo para llevar tu nombre y también otro en las tierras del confín del mundo. La gloria del universo civilizado que mereces, el reconocimiento de tu rey, la recompensa en oro, y la cálida acogida a tu regreso al hogar, te esperan.
¿Cómo permitir, que el reyezuelo pretenda la retirada de una poderosa flota, que tanto temor les produjera al oír el tronar de sus cañones? ¿Cómo aceptar que niegue el suministro de alimentos y no acepte ya el trueque de hierro y cobre (tan valioso para ellos), por el oro que abunda y desestiman? ¿Cómo admitir la insubordinación, que cundirá entre los fieles súbditos, recién incorporados, no bien los conquistadores se retiren!
¡Su aliado debe además comprender, que el poder que le otorga provisionalmente en nombre de su rey, le obliga exigir el respeto a esa autoridad!
Cavila circunspecto el paladín, y delega a su fiel sirviente para que proponga al reyezuelo un honroso acuerdo. Éste reconocerá la soberanía de su aliado y a cambio, recibirá la protección y respeto de los conquistadores.
Contesta el reyezuelo que no admite el trato. Que no le teme al trueno de sus armas, ni a armaduras invulnerables. Que también ellos poseen lanzas, que aunque son de caña con puntas de hueso, han sido templadas por el dios del fuego y que su valentía los protegerá y no cejarán hasta desalojarlos.
Enfurece el Gran Capitán, olvida toda cautela y decide encabezar él mismo el combate. Una gran lección espera al miserable salvaje. Reúne a un grupo de sus hombres, pide la participación de algunos nativos aliados, y con varios botes, se dirige al islote que habita el insurgente y su pueblo. Lleva consigo artilleros, aguerridos soldados protegidos por sus cotas, armaduras y yelmos de acero; mosquetes, lanzas, ballestas y arcabuces. ¡Gran escarmiento les espera!
Ya se acercan a la costa. Los indígenas aguardan, gritando enfurecidos, armados de azagayas, piedras y saetas envenenadas. Los conquistadores disparan sus arcabuces, ballestas y mosquetes, que aún no alcanzan la ribera y, ¡oh Dios!, el arrecife de coral detiene sus embarcaciones. El almirante ha ordenado ya a sus hombres dividirse en dos grupos; uno de los cuales se dirigirá rápidamente tierra adentro, para quemar algunas viviendas e imponerles el miedo de la invasión. Él mismo, al frente del otro, atacará a los guerreros, cuerpo a cuerpo, en cuanto puedan con sus pesadas vestiduras, alcanzar las arenas.
Con gran dificultad, dejando los botes detrás, avanzan con el agua hasta el pecho, bajo enorme pedrea de los salvajes que tientan a herirles en la cara y las partes del cuerpo no protegidas por sus cotas.
Al llegar a la costa, logran incendiar algunas chozas, pero los isleños se enfurecen aún más, y observando la presencia del Capitán, concentran sus esfuerzos en destruirle.
Le aciertan con una saeta envenenada en un pie, y al notar que sus hombres se desbandan, él ordena la retirada. Rodeado por un puñado de soldados, cojeando, queda en severa desventaja. Ahora es herido en un brazo y su casco cae ante la lluvia de proyectiles. Su titánica fuerza le permite atravesar a su oponente singular, pero al fin es rodeado y acribillado por un grupo de enemigos.
¡Cruel destino el del gran Almirante! Su orgullo había sido superado por el de un reyezuelo a quien había desestimado. Aquel hombre, precavido, luchador, planificador y exigente consigo mismo y los demás, había perdido su visión de conjunto y en un acto temerario, perdía la vida y el liderazgo de la más extraordinaria expedición exploratoria y de conquista, que él mismo había concebido, para toda la humanidad.
Se sabe, que sus compañeros intentaron después, recuperar su cadáver, pagando un indigno rescate por él.
Pero el trofeo conseguido era mucho más importante para Silapulapu.¡ Ningún objeto valía más que el cuerpo de su enemigo, poderoso señor de rayos y truenos, dominador del secreto insondable de los océanos!
19 de junio de 1998.